lunes, 9 de febrero de 2009

Si Ben Stiller viviese en Tortuosa…

… quizá rodaría una película. Guión no le iba a faltar.
Nadie sabe cómo se llama realmente El Sangre. Ni quién le puso ese apodo. Los motes, tan usuales entre la gente de la mar aquí en el sur, suelen ser bastante explícitos, si bien en ocasiones son profundamente crípticos o, dicho de otro modo, rotundamente absurdos. Algunos son evidentes: “El Mijita”, “El Bulto”, “El Séneca”, “Pulga”… otros: “Bolluno”, “Niñomalo”, “Prusia”, “Pejiño”. Quién sabe.

Probablemente una de las mejores cosas de los motes, a veces tan descriptivos como humorísticos y a veces tan maledicentes como malvados, es que permiten filosofar sobre su procedencia. Algunos esconden historias fascinantes, rumores que llenan las tertulias de los jubilados mientras charlan y juegan al dominó o al mus, contando batallitas.

Dicen que El Sangre no tiene sangre. De ahí su mote.

-Don Manuel, ¿sabe quién se ha muerto?
-¿Quién?
-Jaime el del taller.
-¿Jaime?
-Jaime.
-¿Jaime? –una de las cosas que caracterizaba a El Sangre era, además de su economía de la palabra, su afición a repetirse. Nadie sabía por qué. Y claro, él tampoco lo iba a explicar, eso era obvio. Entrañaba usar más palabras de las que usaría en toda su vida. Inviable.
-Sí, Jaime, el del taller –a la mano derecha de El Sangre, Vellibre, le pasaba todo lo contrario.
-Mmm… -nadie sabía exactamente qué quería decir con esos gruñidos. Probablemente nada. Y, sobre todo, ¿para qué preguntárselo? –Ve a verle.
-¿A verle?
-Ve a verle.
-Sí, Don Manuel. Mañana voy a verle.
-Ahora.
-¿Ahora? Pero si el cementerio ya está cerrado… ¿cómo voy a entrar?
-Cállate –cuando decía eso, su voz se ponía especialmente grave. Y su boca apenas se movía. Parecía una especie de Monchito deteriorado con perilla canosa –Cállate.
-Sí…
-Cállate. –Su boca apenas se entreabría. Se perdió, sin duda, un gran ventrílocuo -¿Cómo que al cementerio, Vellibre?
-Pues… ¿no me ha dicho que vaya a verlo?
-Cállate.

Una pausa de un minuto más o menos, que a Vellibre le parecieron años, y añadió:

-Al hijo.
-¿Alijo? ¿De qué?
-Al hijo.
-¿Cuándo?
-Cállate. Cállate. Al hijo de Jaime. Le vas a ver. Ahora. No al muerto. Al hijo. Aquí se viene a trabajar. Cállate. Vete.
-Ahhhh… al hijo… AL… HIJO… jefe, es que había entendido, no se lo va a creer…
-Cállate. Cállate.
-Sí, jefe. Me voy.
Cuando iba a salir por la puerta, Vellibre se detuvo en seco, y giró aturdido.
-Jefe…
-…
-Jefe… ¿y qué le digo?
-Cállate. Dile, por ejemplo, que su padre nos debe doce mil euros. Por ejemplo. Que pague. Que pague pronto. Que pague.
-Sí, jefe… ¿y si no tiene dinero?
-Cállate. Cállate… Si no tiene dinero, lo pinta. Que haga lo que sea. Pero que pague. ¿Estamos?
-Sí, jefe, estamos.
Cuando Vellibre ya aclarado iba a salir, El Sangre lo llamó con uno de sus ruidos:
-Chst! –más corto, imposible. Economía de palabras y de interjecciones.
-Dígame, jefe.
-Vellibre… dile que nos debe veinte mil.
-¿Cómo? –esa tarde, Vellibre estaba sufriendo ligeramente… Había habido días mucho peores.
-Veinte.
-¿Cuánto?
-Veinte.
-Pero jefe, si me ha dicho que nos debe doce…
-Cállate. ¿Qué quieres? ¿Facturas? Cállate. ¿No ves que no sabe lo del padre? Cállate y dile veinte.
-Veinte. Bien jefe, veinte.
Y por enésima vez Vellibre, alias Villobre, alias Vellidro, alias Villodre, alias Fiambre se dispuso a salir de la oficina de El Sangre. Entonces, le sonó el móvil nuevo: “Ay corazón latino, ay corazón salvaaaaje…”.
-Vellidro…
Apagando el aparatoso soniquete del móvil reluciente, Vellibre enrojeció ligeramente. -¿Sí, jefe?
-Te he dicho que te deshagas de esa mierda. De móvil. Aquí se viene a trabajar.
-Sí, jefe. –Soplando, por fin pudo cerrar la puerta y salir, nunca mejor dicho, pitando.

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